Vía el Economista
Es cierto que la economía mexicana está teniendo un desempeño razonable en este 2023, en ese sentido la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) de México para este año no debe minimizarse o menospreciarse. Pero también es cierto que la economía mexicana es de las que más rezago tiene en su recuperación respecto a la caída sufrida como consecuencia del choque producido por la pandemia del Covid19, y sin duda alguna, respecto del choque producido por la administración del presidente López Obrador, incluso antes de que iniciara su gestión, con la cancelación de la construcción del aeropuerto de Texcoco.
También es cierto que las finanzas públicas de México no se encuentran hoy bajo una situación de estrés. Pero ello es en parte porque se ha dejado de gastar en rubros importantes para la población que hoy no son percibidos aún como carencias de servicios o satisfactores públicos, y porque se echó mano de mecanismos que las administraciones anteriores -que el presidente se encarga de criticar un día sí y otro también- construyeron de manera preventiva para situaciones de apremio financiero, como el Fondo de Estabilización de los Recursos Presupuestarios, que al cierre de la anterior administración contaba con un saldo de casi 280 mil millones de pesos, y al cierre del 2022 contaba con apenas 25 mil millones de pesos.
Sabemos también que se echó mano de miles de millones de pesos que se ubicaban en fideicomisos que tenían un propósito claro, pero que bajo el señalamiento de presuntos actos de corrupción que nunca documentaron el presidente o su equipo, fueron eliminados.
El menor gasto en infraestructura de este gobierno es evidente y se ha escatimado el gasto en rubros tan importantes como la salud y la educación, o de plano se ha gastado de manera ineficiente, lo que ha dado margen al gobierno actual para poder gastar más en los megaproyectos, que con la salvedad del AIFA, no tienen para cuando iniciar su operación, que además siguen incrementando de manera notoria sus costos.
La cuestión es que sí, la forma en que el gobierno ha ejercido el presupuesto no se traduce en una presión en el corto plazo para las finanzas públicas. Pero el miedo del presidente a pagar el costo político de una reforma fiscal que incremente los ingresos tributarios del gobierno se traducirá en una presión visible para la siguiente administración, no importa que sea emanada de Morena. Los espacios de maniobra serán mucho más reducidos y entonces empezaremos a sentir las consecuencias del supuesto buen manejo de las finanzas públicas de la administración del presidente López Obrador.
Por el lado del crecimiento económico, aun cuando se crezca bien este año, la herencia de seis años de tropiezos y muchas señales de incertidumbre, se traducirán en una caída en el PIB per cápita, alejado de la tendencia de largo plazo que se observaba con los gobiernos que tanto ha criticado el presidente.
Aún es relativamente pronto para suponer que en junio del próximo año cuando los mexicanos acudan a las urnas empiecen a resentir en su bolsillo los efectos de seis años de un desempeño mediocre de la economía, porque un año no hace verano.
Pero no hay duda de que ese descalabro acumulado y el panorama no tan prometedor como el que sí estarán enfrentando los ciudadanos de otros países, hará que un porcentaje no menor de votantes reflexionen con mayor detenimiento el sentido de su voto. Seis años de más tumbos y falta de un mejor horizonte, pueden ser un elemento clave en la decisión del voto que millones de ciudadanas y ciudadanos habrán de tomar. Como dijera allá por 1992, James Carville, emblemático asesor del entonces candidato a la presidencia de Estados Unidos, y a la postre presidente de aquel país: es la economía, estúpido (It’s the economy, stupid).