Una discusión importante sobre la libertad de expresión está teniendo lugar alrededor del mundo. Con el advenimiento de Trump y lo que algunos han dado en llamar la posverdad, la libertad de expresar todo tipo de ideas, opiniones e información está sufriendo uno de los ataques más graves desde los regímenes totalitarios del fascismo y el comunismo del siglo pasado.
La libertad de expresión, fruto de la guerra de independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa, adoptada por todas las democracias modernas y garantizada por varios tratados internacionales, parece incomodar en exceso a la nueva configuración del poder. La prensa libre, en su sentido amplio, ha demostrado ser el mejor antídoto contra los abusos del poder, y es por eso que siempre ha sido incómoda, molesta, irritante para aquellos que lo detentan o pretenden alcanzarlo.
En el caso de Trump, su abierta animadversión a la crítica y su nueva teoría de los “hechos alternativos” es, sin duda, el ejemplo más grave, pero de ninguna manera el único. En México, desde la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión del 2014 se vislumbraba la intención de la clase gobernante de restringir el ejercicio periodístico de manera velada. Con el pretexto de proteger a un público que consideran ignorante y carente de criterio, se obligó a los periodistas a proporcionar información veraz y oportuna, como si la verdad sólo fuera una (la que la autoridad considere como tal) y no se pudiera informar sobre hechos ocurridos en el pasado. Estos dos criterios subjetivos constituyen una barrera excesiva y arbitraria para el ejercicio de la libertad de expresión. El mundo no es blanco o negro, sino la confluencia de una infinidad de matices de gris.
Aprovechando la ambigüedad de la ley, el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) emitió unos lineamientos que pretenden controlar lo que se dice en radio y televisión, cómo se dice y cuándo debe decirse. Cabe mencionar que el IFT no tiene atribuciones para regular contenidos. Esta atribución le corresponde a la Secretaría de Gobernación. El IFT sólo tiene atribuciones para establecer las características mínimas con que deben cumplir los códigos de ética de los medios y los defensores de las audiencias, y de hecho, la libertad de expresión, libertad programática y libertad editorial son garantías mínimas que el IFT debe respetar al emitir sus lineamientos, pero de ninguna manera son hojas en blanco para que el IFT las regule, como pretende hacerlo. Son límites a sus facultades, no extensiones de ellas. En ningún lado se le otorga al IFT la atribución de decidir lo que es verdad de lo que no lo es, ni de juzgar lo que es opinión de lo que es información.
Ante este atentado en contra de la libertad de expresión, las televisoras, estaciones de radio y concesionarios de televisión de paga sólo tienen el derecho de acudir al amparo indirecto pero sin suspensión, lo cual los deja en un verdadero estado de indefensión por lo menos durante uno o dos años. Por ello, no puede descartarse que éstos demanden al Estado Mexicano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dado los precedentes que existen en la materia y las sentencias que han recaído en contra de países como Venezuela por la aplicación de medidas similares.
Cualquier gobierno que pretenda tener la atribución de decidir qué es verdad y qué son “hechos alternativos”, y suspender transmisiones o sancionar con hasta 6% de sus ingresos anuales a los medios de comunicación que piensen de manera distinta a ellos, violaría tanto la Constitución como diversos tratados internacionales en materia de derechos humanos.
Al momento de escribir este artículo me he enterado de que la Presidencia de la República presentará una controversia constitucional en contra de este intento de limitar la libertad de expresión. He leído también que el Senado de la República hará lo propio. De ser así, enhorabuena por los pesos y contrapesos de nuestro sistema jurídico.