2021.01.27
Vía El Economista
Una de las grandes excepciones que establecen nuestra constitución y leyes sobre las libertades individuales es la posibilidad de restringirlas cuando se esté en un grave riesgo de salud pública. Prácticamente todos los países contemplan en su legislación esta posibilidad. La actual pandemia causada por el Covid-19 no es la primera que hemos vivido ni será la última. Desde el renacimiento y la era liberal existe el consenso de que el interés público en materia de salubridad está por encima de los derechos individuales. En su edición electrónica del 14 de enero, el periódico Clarín publicó un artículo sobre las medidas sanitarias que se adoptaron en Cerdeña entre 1581 y 1582 para tratar de detener la Peste Negra, que habría de matar a más de 70 millones de personas en Europa y Asia. Estas medidas guardan gran similitud con las que hoy se recomiendan para tratar de evitar la propagación del Covid-19: mantener una distancia de dos metros entre personas, evitar el contacto de las manos y que una sola persona haga las compras. Fue el médico Quinto Tiberio Angelerio quien recomendó poner en cuarentena a la población, pero las autoridades se opusieron y la gente intentó linchar al médico cuando éste consiguió que el virrey impusiera un cordón sanitario. Conforme el número de muertos aumentaba, la gente empezó a poner sus esperanzas en el doctor Angelerio, quien prohibió de manera expresa fiestas, bailes y reuniones, además de las medidas ya mencionadas. La peste menguó y se pudo volver a una relativa normalidad.
Como vemos, el problema real de la imposición de medidas sanitarias sobre la gente estriba en el hecho de que ésta rara vez las acepta de buena gana y, en una democracia, la mayoría de los gobernantes son temerosos a la hora de imponerlas, ya que su popularidad y la posibilidad misma de mantenerse en el poder pueden resultar afectadas si la población antepone su derecho individual sobre el interés público. Esta es la diferencia entre un estadista y un político. Uno pensaría que dado que en México está prohibida la reelección del presidente de la República, éste puede tomar decisiones difíciles en aras de priorizar el interés público sobre sus aspiraciones personales.
Desafortunadamente no ha sido el caso. El presidente López Obrador abordó desde el principio el reto de la pandemia con una visión política y no una de salud pública porque desea mantener el control de las dos cámaras del Congreso de la Unión y a su “Cuarta Transformación” en el poder a costa de lo que sea. Es entendible que en un país donde la mayoría de la población vive al día, imponer una cuarentena estricta como la que impuso China en Wuhan es imposible. La gente que carece de un empleo formal tiene que salir a ganarse la vida. Lo que no se entiende es la falta de estrategia y los mensajes contradictorios del gobierno. Es claro que en la Ciudad de México la mayoría de los comercios e industrias están cerrados y pueden ser clausurados si incumplen, pero ¿qué pasa con las fiestas privadas o el uso de cubre bocas? Son simples recomendaciones sin sanción y, por ello, la gente hace lo que le da la gana. El resultado de las medias tintas es una economía devastada y una pandemia fuera de control. La Constitución y la ley establecen que es el Consejo de Salubridad General, y no el subsecretario López Gatell, quien debió asumir el control de la pandemia. El presidente privilegió lo electoral frente a la ciencia y el cumplimiento de la ley, y ahora vemos los resultados.