Federico González Luna Bueno
El Financiero
Una vez que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolvió por unanimidad que los argumentos presentados por la coalición Movimiento Progresista para demandar la nulidad de la elección fueron, en general, “vagos, imprecisos y genéricos”, procedió a declarar válida la elección presidencial del pasado 1 de julio y, en consecuencia, a declarar a Enrique Peña Nieto como presidente electo de México. Estamos así frente al traslado ordenado del poder presidencial, lo que traerá enormes beneficios al país.
Las elecciones federales en nuestro país están estrictamente reguladas, casi hasta el absurdo. Miles de normas, literalmente, permiten el control y vigilancia de cada aspecto de cada proceso electoral federal. Lo que más destaca es que la aplicación de la ley y la solución de controversias se encuentran a cargo de órganos estatales completamente independientes del gobierno y de los partidos políticos. Ley que, además, ha sido aprobada por todos y cada uno de los partidos políticos que forman parte del Congreso de la Unión.
Buena parte de nuestra legislación electoral es fruto de la desconfianza. Desconfianza que se ha traducido en ley, a veces incluso coartando o pasando por encima de muchas libertades. Desconfianza que en ocasiones nos ha llevado a extremos caprichosos. Todo por contar con resultados convincentes y aceptables.
Tanto se ha fortalecido a nuestras instituciones que a veces éstas pueden llegar a actuar con visos de autoritarismo. Podríamos hacer una larga cita de elementos y características de nuestro sistema electoral, que bien podrían dejar sorprendidos a los ciudadanos de muchos otros países que tienen larga tradición democrática.
A pesar de la evolución de la legislación electoral, muchas veces los resultados electorales no son aceptados por todos los contendientes ni por todos los partidos políticos. A su juicio, y para fines prácticos, el sistema electoral funciona cuando ganan; fuera de esos casos, siempre existe una crítica, un comentario, un ataque o incluso un rechazo.
Casi en cada ocasión se quiere llevar a las instituciones al clímax de su resistencia; desconozco si lo hacen realmente en un afán de superar, de abatir, a las instituciones, o simplemente como un acto de estrategia política (con fuertes cargas de irresponsabilidad y de provocación de la involución en el desarrollo político de la ciudadanía). Lo verdaderamente preocupante es que si pensamos dos veces las cosas, en realidad no hay nada más allá de las instituciones, o mejor dicho no haya nada democrático después de ellas. Más allá lo único que queda es la decisión personal y la manipulación, el maniqueísmo. Más allá sólo queda el autoritarismo.
Rechazar las decisiones de los órganos electorales autónomos es rechazar que las diferencias se resuelvan por un tercero. Es el dogmatismo en el que la única sentencia válida es la que favorece a mis intereses. Es un retroceso de cientos de años, es olvidar todo el pensamiento político moderno. Es incomprensible.
A juzgar por los hechos y sus reacciones, los ciudadanos mexicanos en su mayoría creen en la democracia y en sus instituciones. A pesar de ello, de que algunos de los primeros interesados en fortalecer tales creencias, ciertos partidos políticos, de continuo les digan que deben hacer exactamente lo contrario.
Este posicionamiento de la mayoría de la gente debe marcar la pauta de la agenda nacional, la política, la administrativa, la industrial, comercial y de servicios, la diplomática, etcétera. El país debe ponerse a trabajar en lo que le sirve a la gente. Las instituciones sirven y su respeto y valoración es lo que marca la diferencia entre los países que avanzan y los que se paralizan.
Aprovechemos los beneficios que traen consigo la democracia y su institucionalización. Actuemos como lo que ya somos, como un país de instituciones. Y que ése sea, también, nuestro lenguaje; el de un país que se rige por lo que resuelven sus autoridades constituidas y no por la decisión de una persona o grupo.