El domingo pasado, las redes sociales abundaron en cuestionamientos y críticas a la actitud mostrada por el presidente Andrés Manuel López Obrador durante el evento conmemorativo del Día de la Bandera. Como nunca antes en la historia, el presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos se negó, simple y categóricamente, a rendir honores al máximo símbolo de la nación mexicana. Lo peor de todo, es que lo hizo simplemente por anteponer sus creencias religiosas personales por encima de su investidura como jefe del estado mexicano.
Es sabido, aunque convenientemente disimulado o incluso ocultado, que el presidente López Obrador es un fiel protestante evangélico, aunque eso no le ha impedido utilizar a conveniencia los símbolos religiosos que veneran la mayoría de los mexicanos, particularmente la imagen de la virgen de Guadalupe y toda la carga cultural e histórica asociada a su culto. No es casualidad que su movimiento y partido personales hayan adoptado el nombre de Morena, en una clara alusión a la virgen del Tepeyac. Tampoco lo es que durante las campañas hayan aparecido por todo el país espectaculares con la imagen de la virgen de Guadalupe y la frase “¿no estoy yo aquí que soy tu madre?”
El evangelicalismo es una secta cristiana protestante derivada del metodismo anglosajón y desarrollada principalmente en los Estados Unidos de América. Una de sus principales características es desconocer la autoridad del Papa y de la Iglesia Católica, así como de los santos e imágenes religiosas veneradas por los católicos. Como extensión de estas creencias, sus fieles tienen prohibido rendir tributo a cualquier símbolo, ya que consideran que sólo Dios puede ser honrado y venerado. Son estas creencias las que influyeron en el presidente López Obrador para su desplante del domingo pasado, en el que en público y en un acto oficial, frente a los máximos representantes de las Fuerzas Armadas, se negó a hacer los honores a la bandera mexicana.
El hecho no es nuevo pero adquiere otra dimensión cuando es el jefe del estado mexicano el que se niega a saludar a la bandera. Durante décadas hemos conocido de niños, particularmente en los estados del sureste, que se niegan a participar de los honores a la bandera en sus escuelas por sus creencias religiosas. El caso del presidente es infinitamente más grave porque demuestra que, para él, sus dogmas particulares están por encima de su investidura como presidente de una república laica. En pocas palabras, el presidente es incapaz de separar las obligaciones de su investidura de su personal creencia religiosa. De ahí su desprecio por la Constitución y las leyes. Para él, no hay más ley que los evangelios y su propia consciencia. Dice admirar a Juárez pero representa todo aquello contra lo que Juárez luchó y parece que pretende imponer su visión escatológica como el eje que articula su ejercicio de gobierno.
La manipulación política de los símbolos religiosos y la pretensión de ampliar la influencia de los grupos evangélicos en la política mexicana son focos rojos que no podemos dejar pasar como inadvertidos. Es del conocimiento público que el Partido Encuentro Social es controlado por los evangélicos. También lo son las presiones del presidente López Obrador sobre el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación para que éste conserve su registro, a pesar de no haber obtenido más del 3% de la votación nacional en las últimas elecciones. De igual manera, los líderes evangélicos y López Obrador se reunieron el jueves de la semana pasada en Palacio Nacional para, entre otros temas, encontrar la forma para que esta secta pueda ser propietaria de estaciones de radio y televisión, algo expresamente prohibido en la ley.
Desde la guerra de Reforma sabemos que no es buena idea permitir la injerencia de las religiones en la política del país. Si no levantamos la voz, nuestra democracia liberal, que tanta sangre ha costado, estará en riesgo. Del mismo modo, la creencia del presidente en la vida después de la muerte, su obsesión por pasar a la historia y su admiración por el martirio, lo hacen descuidar su seguridad poniendo en riesgo no sólo a su persona sino la estabilidad del país.