La semana pasada, producto de un litigio promovido por una empresa particular, los alcances en el ámbito público del nuevo arreglo institucional, derivado de la reforma a la Constitución Federal en materia de telecomunicaciones, radiodifusión y competencia económica, asombraron a propios y extraños.
En efecto, el juicio de amparo promovido por el principal operador de telefonía celular del país, Radiomóvil Dipsa, S.A. de C.V. (Telcel), en contra de la prohibición impuesta por el Congreso de la Unión a los agentes económicos considerados como “preponderantes”, para cobrar a sus competidores la tarifa de interconexión por la terminación de las llamadas dirigidas a sus usuarios, redibujó para algunos, y desdibujó para otros, el orden institucional y la división de poderes establecida por la Carta Magna desde 1917.
Como ha trascendido a través de los medios masivos de comunicación, incluyendo el comunicado No. 138/2017 de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, nuestro máximo tribunal declaró inconstitucional el artículo 131 de la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, al considerar que el Legislativo Federal invadió facultades exclusivas del órgano regulador de las telecomunicaciones, creado por el propio congreso, erigido en Constituyente Permanente, al momento de reformar en 2013 la ley fundamental.
El fallo de la Suprema Corte, cuya versión definitiva será conocida en las próximas semanas, una vez que concluya su “engrose”, es motivo, ya, de debate y preocupación. Así lo manifestaron diversos integrantes del Poder Legislativo antes y después de conocerse la votación, ya que consideran que el Legislativo Federal está perfectamente facultado para legislar ampliamente en materia de telecomunicaciones, incluyendo aspectos tarifarios atinentes a la interconexión de redes públicas de telecomunicaciones. Sin embargo, el tribunal no lo consideró así.
En el mundo de la abogacía, aún no se digiere la nueva teoría constitucional, adoptada por la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Nuestro país, en el ámbito federal, desde su origen, ha sido gobernado por tres poderes “soberanos”, el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Sin embargo, como es sabido, este arreglo tradicional se ha ido modificando de diversas formas en las últimas décadas. De manera específica, la creación de órganos constitucionales autónomos como fueron el Instituto Federal Electoral (hoy Instituto Nacional Electoral) y el Banco de México, alteró de alguna manera la división de poderes tripartita.
Sin perjuicio de lo anterior, debe señalarse que en el momento en que fueron creados los primeros órganos constitucionales autónomos, sus arquitectos estimaron que los mismos resultaban necesarios para atender cuestiones que por su importancia, y naturaleza, resultaba conveniente alojar en instancias ajenas a los tres poderes tradicionales. Lo que se está viviendo en esta nueva etapa es producto de la proliferación de este tipo de órganos, los cuales, cada vez más, tienen una identidad alejada de la nota distintiva de sus predecesores.
En la próxima entrega se analizarán las implicaciones inmediatas de este nuevo amanecer institucional, a la luz del más reciente fallo de la Suprema Corte en esta pugna de atribuciones y facultades. No obstante ello, debe mencionarse que lo que se conoció la semana pasada, se empezó a perfilar en una sentencia previa que resolvió una controversia constitucional, planteada por el Senado de la República, en contra de actos del Instituto Federal de Telecomunicaciones en materia de portabilidad de números telefónicos.