La Jornada | 17 de diciembre 2015
El titular de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, Rafael Pacchiano Alamán, informó ayer que al momento se han recolectadomenos de 5 mil
televisores analógicos en el marco de la campaña de acopio que realiza una empresa privada, mediante la cual el gobierno estima recoger unos 70 mil de esos aparatos.
Tales números palidecen ante los cálculos del total de pantallas analógicas en el país –unos 40 millones– que dejarán de ser útiles con la transición nacional a la televisión digital. Tan sólo en el Valle de México, donde anteayer se concretó el apagón analógico, se estima que hay unos 2.5 millones de receptores de rayos catódicos.
Es de suponer, en consecuencia, que la inmensa mayoría de los televisores descontinuados terminarán convertidos en material de desecho. A mayor abundamiento, según un análisis elaborado por la asociación civil Vías Verdes, más de 34 millones de esos aparatos se convertirán en residuos electrónicos. Además de la generación de chatarra, el dato resulta preocupante si se toma en cuenta que esos residuos, particularmente los cinescopios de los aparatos, contienen materiales peligrosos –como el óxido de plomo– cuyo manejo debiera ser objeto de regulación y capacitación, y debiera llevar a las autoridades ambientales y sanitarias a extremar las precauciones correspondientes.
Tal circunstancia prefigura un impacto preocupante sobre el ambiente y, en última instancia, sobre la salud de la población a consecuencia del apagón analógico, asunto que no ha formado parte del debate público nacional en torno a esa política.
Por lo demás, ese efecto indeseable de la renovación tecnológica es un punto negativo adicional al desaseado proceso de distribución, a instancias de la Secretaría de Desarrollo Social, de los equipos receptores de señal digital en los hogares de menores recursos: a la frivolidad de dotar de televisores a sectores que sufren de carencias básicas de salud, educación y alimentación, se suma el manejo clientelar y con evidentes fines electorales de dicho programa y ahora, también, las implicaciones negativas en materia de salud y medio ambiente. Es imperativo preguntarse, a la luz de esos efectos, si no habría sido preferible –y mucho más barato– destinar esos recursos públicos a la distribución de decodificadores de señales digitales compatibles con los televisores de rayos catódicos, que comprar y repartir millones de pantallas digitales.
Lo cierto es que la erogación de recursos públicos para llevar a cabo la transición a la televisión digital equivale en los hechos a un subsidio a las televisoras, que serán, en última instancia, las principales beneficiarias del referido recambio en las señales sin la necesidad de invertir para ello recursos propios.
Otro aspecto a tener en cuenta es que, más allá del incremento en la calidad de las señales televisivas a consecuencia de la digitalización, el apagón analógico no incidirá ni poco ni mucho en la apertura y democratización de los medios ni en la pluralidad y mejora de la calidad de los contenidos.
En lo inmediato, es claro que la renovación tecnológica referida dejará una cauda de millones de televisores de cinescopio desechados y que no existe un plan adecuado para el manejo de los respectivos residuos, los cuales pueden convertirse en un problema ambiental y sanitario de consecuencias imprevisibles. Es urgente e imperativo que las autoridades involucradas emprendan un plan de acción a la altura de ese desafío.