vía Excelsior.
Ayer la Suprema Corte de Justicia de la Nación invalidó por unanimidad la reforma de 2017 a la Ley Federal de Telecomunicaciones en materia del derecho de las audiencias. Es un añejo debate entre quienes plantean regular, e indirectamente tener instancias que puedan censurar el contenido de los medios de comunicación, en este caso exclusivamente de la radio y la televisión, y quienes planteamos que en las democracias contemporáneas la autorregulación de los medios de radio y televisión es la que garantiza no sólo la competencia, sino también la libertad de expresión y con ello los más amplios derechos de la audiencia.
El 21 de diciembre de 2016, el Diario Oficial, publicó los llamados Lineamientos generales sobre la defensa de las audiencias, que establecían normas imposibles de cumplir para los medios de comunicación electrónicos y la amenaza de procesos judiciales contra periodistas y comunicadores. Eran lineamientos que le otorgaban al IFT atribuciones que violan la Constitución y los derechos humanos básicos, entre ellos la libertad de expresión.
Esos lineamientos se referían a medios de hace medio siglo. Hoy ningún medio de radio y televisión funciona así. Esa norma, ahora derogada por la SCJN, obligaba a diferenciar información y opinión en todo tipo de temas, desde los noticiarios hasta los deportes. En términos reales es imposible hacerlo en la mayoría de los casos. Desde el mismo momento de la presentación de una nota se está dando una opinión editorial. La información y la opinión suelen ser inmediatas.
Se decía que la información debía tener “oportunidad” y “veracidad” y que la recepción de la información debía llegar “a tiempo y forma conveniente para las audiencias”. ¿Quién puede determinar cuáles son “el tiempo y forma” convenientes para una información? Si doy a conocer algo que sucedió hace años, ¿estaría violando la norma de oportunidad o eso deja de ser información para ser opinión?
Los lineamientos del IFT decían que la información debe tener “veracidad”. ¿Quién lo establece? Que la información difundida sobre hechos se debe encontrar respaldada por un “ejercicio razonable de investigación y comprobación de su asiento legal”. ¿Quién diablos puede establecer qué es “un ejercicio razonable de investigación y su asiento legal”? Si es una filtración, ¿no tiene veracidad? En ninguna democracia del mundo existen normas similares y un régimen de censura semejante. Lo cierto es que un mecanismo de regulación común, colocado desde afuera y desde arriba simplemente no sería posible, salvo que se quisiera unificar una moral y una estética que siempre terminarán siendo las de un grupo, incluso quizás de una mayoría, pero que dejaría sin capacidad de expresión a las minorías: y eso, la posibilidad de la libre expresión de las minorías, es uno de los rasgos distintos de cualquier democracia.
Evidentemente, el punto central en todo esto está en la necesidad de avanzar en la autorregulación para evitar que las formas de regulación externas sobre los medios se conviertan en formas explícitas o implícitas de censura. Por eso, la mejor regulación que podría aplicarse a los medios de comunicación es el impulso a la propia autorregulación. Cada medio debe tener un código ético, un compromiso explícito de contenidos con sus lectores, radioescuchas o televidentes, con mecanismos para hacer valer ese código y para darles voz a sus consumidores cuando ese código sea violado. Cada medio debería hacer público ese compromiso y las formas que adoptará para garantizarlo. Las formas de autorregulación pueden ser tan sofisticadas como cada medio lo decida, lo mismo que los mecanismos que adopte para hacer cumplir con sus propias normas.
Pero no es posible establecer un código de ética común a todos los medios, como algunos pretenden. ¿Por qué? porque los medios, por definición, son diferentes, atacan distintos públicos, tienen intereses encontrados y formas de expresión, en la mayoría de los casos, divergentes: simplemente compiten entre sí por quedarse con un público de lectores, radioescuchas o televidentes con una oferta informativa, cultural o de entretenimiento distinta. Un código ético común para todos los medios no es posible ni viable ni deseable: los códigos éticos deben establecer un compromiso particular de los medios con sus audiencias que debe ser parte de su propia oferta informativa y cultural. Lo que la gente debe saber es a qué se compromete un medio de comunicación con su público. No se puede ni debe ir más allá.
Evidentemente, si no es posible establecer un código ético para todos los medios, tampoco se puede tener un ombudsman común y, mucho menos, impuesto por una instancia gubernamental. La audiencia sabrá diferenciar entre un medio que le ofrece un código ético explícito, que le ofrece un ombudsman y mecanismos de participación y control a su propio auditorio, del que no lo hace o de aquel que, contando con esas herramientas, no las respeta.
En la época de Margarita López Portillo se manejó una idea similar a la que ahora esgrimen algunos: un consejo de regulación de medios dirigido por el Estado, que hubiera significado, de haberse echado a andar, un grave retroceso a la libertad de expresión. La pluralidad y crítica que hoy tenemos en los medios hubiera sido imposible con ese consejo de regulación de López Portillo. Ése es exactamente el camino que no se debe seguir.