2020.07.15
Vía El Economista
“It´s the economy, stupid” (“Es la economía, estúpido”), fue una frase utilizada por Bill Clinton en su campaña de 1992 contra George W. Bush, y desde entonces su estructura se usa para enfatizar un argumento dejando al margen todo el bla, bla, bla, que acompaña al debate político. Recordé la frase al escuchar a un comentarista en la radio que afirmaba, sin el menor matiz o duda, que la cena en la Casa Blanca entre los presidentes de México y Estados Unidos, y las comitivas de grandes empresarios que los acompañaron, había servido para despejar todas las dudas que los inversionistas, nacionales o extranjeros, pudieran tener sobre el compromiso del presidente López Obrador de mantener a México como un destino seguro y atractivo para el capital privado. Fue en ese momento cuando, en medio de la lluvia, me imaginé en el salón de la Casa Blanca gritando a los comensales: “It´s the rule of law, stupid” (“Es el cumplimiento de la ley, estúpido”). Un grito innecesario, lo sé, porque casi todos en el salón estaban perfectamente conscientes de que sin un estricto cumplimiento de la ley y los contratos no hay certeza alguna para la inversión privada, ya sea nacional o extranjera. Mi grito mental iba dirigido a la ingenuidad o mala leche del comentarista radiofónico y a los dos o tres comensales que siguen creyendo que la voluntad del hombre enviado por la providencia es suficiente para operar milagros.
La cena en la Casa Blanca fue un símbolo y un mensaje, y como tal es bienvenido, pero no podemos darle más valor que ese. Mientras el presidente López Obrador no entienda que las inversiones se realizan con expectativas de mediano y largo plazo, y, por tanto, requieren de la estabilidad que brinda un Estado de Derecho, mucho más que de la buena voluntad del gobernante en turno, todos los mensajes y símbolos quedarán en al vacío. Si de verdad le preocupa la reactivación económica, el presidente debe empezar por acatar su juramento del 1º de diciembre de 2018: cumplir y hacer cumplir la ley.
Aunque el problema de la arbitrariedad de esta administración ha afectado a muy diversos sectores de la economía (pregúntenle a las industrias farmacéutica o de la construcción), utilizaré como ejemplo al sector de la energía. La reforma energética fue producto de un consenso entre las principales fuerzas políticas del país, lo que les permitió reformar la Constitución, crear decenas de leyes y nuevas instituciones autónomas que permitieran a los particulares invertir en el sector y competir, en condiciones equitativas, con los dos monopolios estatales: Pemex y CFE. Al presidente López Obrador no le gusta la participación privada en energía y cree que burocracia y soberanía son sinónimos, por lo que sin modificar ley alguna, y mucho menos la Constitución, en la práctica y mediante decretos y actos administrativos francamente ilegales, la administración a su cargo ha violados derechos adquiridos por particulares y contratos en los que éstos son parte con el afán de beneficiar a CFE. Tan es así que Canadá y la Unión Europea presionan para que se respeten los derechos de sus inversionistas.
No digo que no se pueda cambiar de rumbo, pero para hacerlo hay que modificar la Constitución y las leyes, y esto corresponde a otros poderes, no al Presidente de la República. Al Presidente corresponde, exclusivamente, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes. Así de simple.